Los caminos tienen poco o nada que ver con el turismo. Al menos no con el turismo de masas. Tiene mucho que ver con el Camino de la Calma, con el Camino del Cid, con el Camino de Santiago; con esas apuestas por el conocimiento, la tranquilidad y las ganas de vivir.
Los caminos, a lo largo de la historia, se han convertido en rutas migratorias, las cuales son utilizadas por muchas personas de forma individual, en familia o en grupos étnicos en su intento de alcanzar sus destinos soñados. Estas rutas están marcadas por la esperanza, pero también por desafíos y peligros.
Los efectos del cambio climático también contribuyen al éxodo creciente, a salir a los caminos, porque la gente huye de la escasez de agua, el empobrecimiento de las tierras o la erosión de las costas. Huye o se desplaza hacia zonas con pastos frescos; se traslada a donde hay trabajo estable, donde pueden formarse, donde desarrollar una vida digna.
Recuerdo que el camino que más dolor me ha causado ha sido el del exilio a pesar de no vivirlo en mi propia carne. Tener que salir al camino forzado por el terror, la posibilidad de ser torturado, asesinado, humillado hasta más allá de la muerte es horroroso. Más si cabe cuando ese dolor es provocado por seres (me niego a denominarlos personas) que hablan tu idioma, que son vecinos o familiares, que niegan la existencia del diferente, por lo que denominan "ilegal" a otros seres humanos por el hecho de tener o no un simple papel.
Porque muchos migrantes, en particular los que viajan de manera ilícita, quedan a la merced de quienes medran con la trata de seres humanos y son víctimas de la explotación, el chantaje y la violencia. Algunos de esos migrantes pagan el viaje con la vida.
Los migrantes que logran llegar a algún país anfitrión encuentran una realidad que, por lo general, está muy lejos de lo que habían soñado y a menudo se enfrentan a prejuicios e incluso a la discriminación. En un contexto económico desfavorable, marcado por la incertidumbre, la llegada de nuevos grupos de población suele considerarse una amenaza que refuerza los miedos y las frustraciones.
Esas reacciones hacen caso omiso de la complejidad y los matices de la realidad. Porque aunque los migrantes son numerosos, no representan más del 3,5% de la población mundial, lejos de la avalancha humana que algunos denuncian. Además, la gran mayoría se desplazan dentro de sus continentes de origen. En 2020, casi la mitad de todos los migrantes internacionales vivían en su región natal.
Los desplazamientos de población forman parte de la historia de la humanidad desde sus orígenes. La presencia humana o pre-humana más antigua que se conoce fuera de África se remonta a más de dos millones de años.
Quienes sostienen esas ideas olvidan que las áridas estadísticas siempre ocultan destinos humanos, trayectorias vitales, a veces dramáticas, a veces felices, y que esas mezclas de culturas dan origen a mestizajes fructíferos y a historias de éxito en el mundo de los negocios, del deporte, de la música o de la investigación científica. A largo plazo, la contribución de los migrantes suele ser un aporte positivo a las sociedades que los acogen. No se trata de una afirmación de una ONG, sino una afirmación del Consejo de Europa. En un informe de 2017 titulado Les migrations, une chance à saisir pour le développement européen, [La migración, una oportunidad para el desarrollo europeo] este organismo destaca que la influencia cultural de los migrantes “incide notablemente en las tendencias del arte, la moda y la cocina en Europa, y contribuye a la diversidad”. Al fin y al cabo, ellas y ellos también están en el camino.